sábado, 23 de julio de 2011

Falsos ricos, falsos pobres

Reír es sano. Lo dicen los médicos, y como yo no lo soy me lo creo. En nuestro día a día hay muchas situaciones cómicas, pero como tampoco soy humorista no le daré más vueltas. Sólo un dato: el humor nace de mezclar lo absurdo con lo cotidiano. 

Los cómicos lo saben y juegan con eso. El truco consiste en vendernos algo que no es como parece. En aparentar. Por eso lo absurdo en lo cotidiano funciona. Cuando una persona muestra con naturalidad lo que no es (como los que hacen monólogos) se convierte en graciosa.

Hubo un tiempo donde abundaban los humoristas populares, y con eso no me refiero a los conocidos por todo el mundo. Eran una clase de artistas que no vivían del humor que generaban. Uno se los encontraba por la calle con cierta facilidad. Su día a día consistía en ir mostrando a los demás todo aquello que no eran, y cuando uno se daba cuenta le entraba la risa.

Los falsos ricos eran cómicos muy comunes. Gente que de repente les veías con un cochazo enorme, vestidos con ropa de marca y que hacían como si eso fuera con ellos. En verano se iban de vacaciones al apartamento de la playa que habían comprado; en invierno al de la montaña. Y los que no lo tenían, quizás porque lo consideraban demasiado común, se montaban unos viajes a los sitios más recónditos del mundo.



Estos señoritos de cartón aparentaban ser algo completamente inexplicable desde su sueldo. Y había que verles con qué naturalidad lo contaban: “Pues sí, como ya estuvimos en Grecia el año pasado ahora nos iremos a Shanghai dos semanas para desconectar un poco”. Lo grotesco es que mientras despilfarraban en unas cosas ahorraban en otras. Coches, ropa, viajes, pero se llevaban la comida en una fiambrera al trabajo o se pillaban un café solo, para ahorrar el gasto de la leche. Eso sí, irse de vacaciones a Salou era de pobres y no iba con ellos.

Verles y llorar de la risa. Muchos de los señoritos de cartón me los imagino en el buffet del hotel del sitio cool al que iban armados con mochilas y bolsos pillando toda la comida que pudieran para llevársela a la playa. Eso sí, sin que les vieran porque era una actitud impropia de gente con pasta. Pero vivir por encima de las posibilidades de cada uno tiene su precio. Los bancos quisieron aprovecharse de la situación y les concedían créditos para cualquier cosa. Eso nos llevó a la crisis.

Debido a la crisis ahora hay otra clase de cómicos, los falsos pobres. Son los que te cuentan la historia de lo chunga que está la situación. Se ponen el hábito y empiezan a soltar su sermón con cara de desesperación de lo mal que están. Pero lo gracioso de estos Gandhi de etiqueta es que tanto te hablan de la crisis como del último vestido que se han comprado. Jóvenes que lloran mientras miran su Iphone 4 de última generación y responden a un mensaje para salir de fiesta esa noche y dejarse una pasta.



Yo me quedo con los señoritos de cartón. Me caían más simpáticos porque cuando soltaban su rollo no se metían contigo. Sin embargo los Gandhi de etiqueta son como esa mosca cojonera que te acecha continuamente mientras tomas el sol. Sueltan su conferencia en busca del Nobel de la Paz cuando en el fondo no dejan de ser unos falsos misioneros del mundo que odian ducharse con agua fría. Te miran y te juzgan sin darse cuenta de que son una especie de Al Capone disfrazados de Nelson Mandela.

Todos tenemos motivos para llorar, pero gracias a ellos también los tenemos para reír. Y cuando se encuentren a alguno de estos cómicos no desaprovechen la ocasión para soltar una carcajada. No olviden que reír es sano. Y no lo digo yo, sino los médicos.

lunes, 14 de febrero de 2011

Todos los días es San Valentín

Siempre me han asombrado los castillos de arena. Pero no me refiero a los que un servidor puede alzar (a duras penas y tras largas batallas) con un simple cubo de plástico. Los que me fascinan de verdad son esos que levantan los artistas urbanos. Suelen estar cerca de la acera que bordea la playa para que los transeúntes puedan contemplarlos. Con qué perfección están pulidas las ventanas; de qué modo quedan definidos los contornos de las torres. Y mientras los turistas le sacan fotos, es muy usual que el creador de la obra siga rematando pequeños detalles.

Ahí está su éxito. El escultor conoce mejor que nadie que el castillo se compone de pequeños granos de arena. Por eso lo mima sin cesar; siempre lo retoca, busca de qué modo embellecer su encanto. Y cuando cree haberlo conseguido, se fija en otro matiz susceptible de mejora. Porque sabe que la genialidad se encuentra en el detalle y que si se olvida de él al final la magia desaparece.


El día de San Valentín es un grito al detalle. Tiempo de atención. Una parada en boxes para llenar el depósito, revisar el estado del vehículo y proyectar cómo queremos que continúe la carrera. Una concesión que nos hace esta sociedad donde la gente va corriendo por todos los sitios hacia ninguna parte. Es la fecha que sirve para que lo importante no se vea nublado por lo urgente. Y nos recuerda de qué modo cuidarlo: a través del detalle.

A menudo actuamos como los malos excursionistas cuando tienen que acampar de noche en un bosque. Hacen una hoguera y por miedo a que se consuma se marchan a por más madera. Como quieren alimentar bien el fuego le dedican mucho tiempo a la búsqueda. Sin embargo, cuando vuelven la llama se ha apagado.

Coches de lujo, anillos, vestidos, viajes, … madera. Pero, como hace el buen escultor de castillos de arena, la llama se aviva con pequeños detalles constantes e inesperados. Traerle el desayuno a la cama, un masaje en los pies, piropos, o ideas más arcaicas como escribirle desde el trabajo una carta comentándole cómo te va el día.

Lo importante es la imaginación; así se consigue romper los moldes de la monotonía diaria y el amor puede seguir creciendo. Pero para eso no hay que actuar como el mal excursionista. El día de San Valentín nos recuerda que no debemos olvidar la importancia de los detalles, sea el día que sea. Porque el amor verdadero es el que se ha interiorizado, el eterno, el que se vive en presente.


Cuando queremos a alguien que está lejos o que ya no volverá tendemos a “traerlo” al presente. Hablamos de esa persona, vestimos una prenda que nos regaló, llevamos su foto en la cartera o guardamos un objeto suyo en nuestro baúl de los recuerdos. ¿Cuál es la razón? Pues que el presente es una forma de eternidad; es un modo de salvar a quien queremos del paso del tiempo. Así se vive el amor verdadero: cuando estás con esa persona el mundo se convierte en un espectáculo y ambos en observadores. Todo transcurre y se mueve rápido, mientras que los enamorados sienten como si el tiempo no pasase. Es entonces cuando se miran, cogidos de la mano, y piensan el uno del otro: “Es como si le conociese de toda la vida”.

Porque están enamorados. Porque viven el amor en presente, lo interiorizan y lo convierten en eterno. Y para que todo eso ocurra hay que huir del mal excursionista. En el amor no valen las hipotecas, porque si se trabaja para disfrutarlo en un futuro, se convierte en algo mortal y puede desaparecer. Como hace el artista urbano, hay que mimarlo todos los días para que crezca. La genialidad está en los detalles, y eso significa que San Valentín es todos los días. También hoy.

lunes, 24 de enero de 2011

Eastwood y el dolor de la ausencia

Más allá de la vida no es una obra maestra y si van al cine a verla con esa idea seguramente saldrán con mal sabor de boca. La intención del film no consiste en indagar sobre la eterna cuestión del hombre. Clint Eastwood utiliza ese paisaje como telón de fondo para abordar desde otra perspectiva los temas que siempre le han preocupado.


Desde que nacemos nuestra existencia está rodeada por un contexto vital, un espacio complementario y necesario para seguir adelante. Familiares, amigos, etc., todos ocupan un lugar en nuestra vida. Cuando perdemos a alguien cercano ese espacio que ocupaba queda vacío, y nadie puede reemplazarlo.

La tragedia de hacerse mayor es aprender a vivir con la ausencia, aceptar esos espacios vacíos que van quedando e intentar apoyarse en los demás para no decaer. El dolor de esa ausencia es uno de los temas de la película. Los personajes experimentarán cada uno a su manera un contacto con la muerte que les llevará a replantearse su visión del mundo.

La muerte es el catalizador de la vida. Viajamos, conocemos, queremos,… actuamos porque somos conscientes de que no tenemos todo el tiempo del mundo. Eastwood quiere introducir la muerte y un posible más allá como elementos necesarios de nuestro vivir. Hoy en día evitamos esos temas, nos dan miedo, resulta incluso desagradable hablar de ellos. Quienes integran y aceptan la muerte como la única posibilidad real en cada instante son rechazados, tal y como les pasa a los personajes de la película que han conocido de cerca esa opción. Clint reflexiona sobre el dolor del vacío, la redención por nuestro pasado, utilizando la posibilidad del contacto con el más allá para encontrar en los que se han ido el perdón.

La película trata las experiencias que han tenido distintos personajes con la muerte. Una reportera francesa que se salva de un tsunami y un joven que pierde a un ser querido en un accidente. Dos momentos que marcan sus vidas. La otra historia es la de un hombre que tiene el don de contactar con los muertos pero que rechaza hacerlo por considerarlo una maldición.


Tres perspectivas distintas sobre la muerte que sin embargo no consiguen atrapar al espectador. El ritmo es muy lento, las historias no logran evadirse de la superficialidad y resulta difícil empatizar con alguno de los personajes. La conexión de las tres narraciones, evidente desde los primeros minutos, resulta artificial y forzada. El final es demasiado fácil.

Sin embargo la película tiene grandes momentos. El inicio con el accidente de un tsunami es una verdadera joya, lo mejor en cine catastrófico de los últimos años. Clint logra no caer en los tópicos que suelen acompañar a las películas que tratan sobre el más allá y sale bien parado de un guion flojo. Eastwood vuelve a dejar patente su virtuosismo técnico en una película bastante aceptable, que a pesar de estar lejos de los grandes títulos del director es un soplo de aire fresco a la cartelera.

miércoles, 5 de enero de 2011

Entrar en el club

Se han cumplido tres días desde que entró en vigor la nueva "Ley de Espacios Públicos Libres de Humo". Algunos restaurantes y bares han hecho caso omiso de la normativa. Los más listos han aprovechado las cámaras de televisión para promocionar gratuitamente sus establecimientos con carteles de lo más llamativos. ¿A qué es debida esta reforma? ¿Es justa?


Cuando se quiere entrar en un club o grupo siempre se suele emular a los que lo forman. Es simple protocolo social. Si por ejemplo un adolescente desea formar parte del selecto grupo de “niños malos” de un colegio suele imitar su forma de vestir, de hablar, de actuar y de no pensar. Lo mismo en el caso de una chica que busca unirse con otras que acuden prematuramente y con ropa poco folclórica a locales de ocio nocturnos.

Es una forma de integrarse. Si lo haces mal o no gustas quedas excluido. Y esta actitud no sólo es propia de los jóvenes, sino que también la ejercen los adultos y los gobiernos. Para nuestros vecinos europeos el fumar en espacios públicos es algo arcaico, impropio de una nación del siglo XXI. Con la mala reputación que tenemos debido en parte a nuestra economía, cualquier pequeño detalle que nos acerque a ellos supone un gran paso para que nos traten de igual a igual.

Quizás parezca impropio por mi parte dudar de la buena fe de los políticos. Incluso algunos me considerarán un cínico. Pero le he dado algunas vueltas y no consigo encontrar una explicación más convincente.

La ley anterior ya disponía de espacios libres de humo. Según esa norma, en los locales de más de cien metros podían construirse salas para los fumadores. El único problema que le encontraba es que en los establecimientos más pequeños el propietario debía decidir si allí se podía fumar o no, por lo que había lugares en los que era imposible estar sin respirar humo. Pero a pesar del punto anterior (que se podría haber cambiado), la norma era justa. Los que querían darle al cigarrillo podían hacerlo sin que eso perturbase a los de pulmones limpios (entre los que me incluyo).


Si la ley hubiera actuado como era debido, la convivencia entre las dos partes habría sido posible. Pero no fue así. Y uno de los motivos que han impulsado esta reforma ha sido precisamente la falta en el cumplimiento de la anterior, lo que me lleva a dos conclusiones.

La primera, que la causa del mal funcionamiento de la norma estaba en la poca dureza de las autoridades en procurar que se obedeciera. La segunda, que si no fue efectiva porque resultaba imposible supervisar todos los establecimientos, obligar a los propietarios a adaptarse a la ley o vaya usted a saber qué, hacer que esta nueva reforma se cumpla será algo épico.

Puede que por esto la ministra Pajín ha animado a los ciudadanos a denunciar a los fumadores que no sigan las reglas. A pesar de su intención, no creo que funcione. Aparte de que podría crear climas sociales conflictivos y aumentar nuestra sensación de que nos están observando, hay quienes opinan que seguir la voluntad del gobierno no lleva a buen puerto. Por ejemplo los hosteleros responsables que en su día se gastaron miles de euros en reformas en sus locales para adaptarlos a la normativa. Ahora se dan cuenta de que tiraron el dinero, por lo que quizá pensarán: “obedece al gobierno y saldrás perdiendo”.

Pero ya estamos un paso más cerca de ingresar en el selecto club de los europeos de primera. Sólo queda solucionar la situación de las cajas, disminuir el déficit público, y unas pocas minucias más. Si se consigue tal hazaña, únicamente faltará aprender inglés.